Como un ciego en una noche estrellada. Con pequeñas y revoloteantes luces danzando en la inmensa oscuridad, soy incapaz de apreciarlas. No veo nada ahí arriba.
¿Cuán cruel destino depara a aquel que bajo su propia mano escoge perder aquello que más venera por obtener aquello que más desea?
Tomé una decisión y quedó sellada en fuego en mi carne. En el momento en el que mis ojos se cubrieron de cera para no poder observar la podredumbre y el dolor del mundo. Para poder vivir tranquilo por una vez.
Con esa cera que cogí de las velas que yacían en su altar. No el altar de una deidad, ni el altar de un demonio. El altar de aquello único que extraño en este mundo eclipsado. Aquello que me hizo perder el último fragmento de mí mismo que quedaba y permanecía pegado con remiendos sueltos. Aquello que una vez se fue y no volverá.
Y me pidió que permaneciese tranquilo.
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